Sufjan Stevens

Sufjan Stevens (n. DetroitMíchigan1 de julio de 1975) es un cantautor y músico estadounidense. Ha publicado varios álbumes de diversos estilos musicales, desde la música electrónica de Enjoy Your Rabbit y The Age of Adz hasta el folk de Seven Swans, pasando por la instrumentación sinfónica presente en Illinois y Michigan y el álbum de contenidos navideños Songs for Christmas. Stevens emplea en sus grabaciones una gran cantidad de instrumentos diferentes, a menudo tocando él mismo varios de ellos, y escribe sus canciones en varios compases. Aunque siempre ha intentado separar sus creencias religiosas de su música,Stevens recurre a veces a la Biblia y a otras tradiciones espirituales,incorporando a menudo elementos místicos a sus canciones.


Sufjan Stevens nació en Detroit, pero creció en PetoskeyMíchigan. Allí asistió a la Harbor Light Christian School (Escuela Cristiana Luz del Puerto), así como a la prestigiosa Academia de Artes Intercholen. Posteriormente asistió al Hope College, en Holland (Míchigan), Su nombre de origen árabe surge de una preeminente figura islámica, Abu Sufyan.
Desde pequeño se interesó por la música, y se considera un músico autodidacta. Ya dentro de la Universidad dominaba diversos instrumentos, desde el banjo hasta el oboe. Sufjan es de los pocos músicos que toca instrumentos exóticos en sus álbumes.
Actualmente vive en BrooklynNueva York, en el vecindario de Kensington


En la edición de 2007 de The best non required readings, aquel experimento del poliédrico obsesivo Dave Eggers que consistía en recopilar textos de gran calidad literaria que aparecían en medios —por así decirlo— poco convencionales, el prólogo iba firmado por el cantautor Sufjan Stevens. Stevens, en un texto brillantísimo, confesaba que no había aprendido a leer hasta los ocho años. La culpa la había tenido una educación basada en los preceptos de Rudolf Steiner, un filósofo austriaco inventor del sistema de enseñanza Waldorf. Los padres de Stevens, Carrie y Lowell, eran fieles seguidores de Steiner y —consecuentemente— llevaron a su hijo a una escuela adherida al método: la Detroit Waldorf school. Allí, sin libros, ni fotocopias, ni cuadernos, los niños eran invitados a aprender por su cuenta y, principalmente, se les animaba a expresarse de un modo artístico. Así, un niño podía pasarse la mañana pintando delfines en una pared sin que ningún adulto le molestara. También podían aprender a tocar el violín o estudiar botánica, saliendo al jardín y escuchando cuál era esta planta o aquella otra.
Hasta los ocho años, Sufjan Stevens solo supo cómo manejar lápices de colores y aprendió a tocar instrumentos cuyo nombre no podía escribir. Cuando sus padres se separaron, su progenitor le pidió repetidas disculpas por haberle hecho aquello y le prometió que lo arreglaría. Stevens fue inscrito en una escuela tradicional, pero lejos de solucionarse el problema se agravó: después de hacerle unos test, que el niño rellenó dibujando en los márgenes, los responsables de la escuela decidieron que lo mejor para el chaval era ponerle en la clase de los multirrepetidores. En el aula de los gamberros y los cabrones, Stevens descubrió la cantidad de fechorías que se le pueden hacer a un niño simplemente porque no sabe leer. Sin embargo, el influjo de la escritura, la capacidad (por primera vez intuida) de que las palabras podían formar frases enteras y estas, a su vez, párrafos llenos de palabras, pesaron más que el acoso constante de esos pequeños hijos de Satanás. El cantautor cuenta la primera vez que en un supermercado fue capaz de leer la composición de los productos, las inscripciones en las cajas, los nombres de las frutas. Un universo había bajado ante sus ojos el puente levadizo y le invitaba a entrar. Poco tiempo después, Stevens se encontraría leyendo su primer libro: La caída del imperio romano, deEdward Gibbons. Las primeras 3658 páginas de su vida. De una nueva vida.
Cuando en 1998 publicó su primer trabajo, A sun came, ya era un conocido multinstrumentista, adscrito a una rama de folk con ciertos vínculos con el cristianismo. Las referencias al Altísimo en sus canciones, la gargantuesca delicadeza de su voz y su destreza a la hora de encontrar la frase justa para cada cosa que pudiera ser descrita le convirtieron casi inmediatamente en un músico de culto. Ayudó un hermetismo particular, una suerte de sombra que le cubría, como si detrás de aquel tipo moreno de ojos grandes se escondiera alguien más, alguien que no podías ver. Solo faltó que el de Detroit afirmara que su plan era dedicar un disco a cada uno de los estados de los Estados Unidos, cincuenta discos. Daría igual que después dijera que aquello había sido una especie de boutade: en cuanto salió el primer disco de aquel proyecto que —al parecer— nunca lo había sido de veras, todos se volvieron locos. Greetings from Michigan, The Great lakes state era una obra maestra. De repente, aquel niño raro, que bajaba la cabeza cuando hablaba con un extraño, era un autor de culto. Su disco, una biblia de referencias intelectuales, recuerdos infantiles y cultura de llanuras e inmensas masas de agua que el tipo de ojos grandes agitaba con su guitarra, era de una belleza desazonadora: la clase de experiencia que te obliga a cerrar los ojos y no pensar en nada, o que —al contrario— puede provocar que pienses demasiadas cosas a un tiempo. Un monstruo hecho de acordes y notas y arreglos, que te asfixiaba hasta que notabas un silencio sepulcral.
Después vendrían otras dos obras maestras, una de ellas, Come on feel the lllinoise, uno de los discos más anchos que jamás se han hecho. Un cofre sin fondo, rebosante de ideas y nombres, donde flotaban Al CaponeCasimir Pulasky o John Wayne Gacy. Un gánster, un militar polaco o un asesino en serie, testigos mudos del talento de un hombre, capaz de resumir en dos docenas de palabras lo que significa batallar con el cáncer, de escenificar la tristeza de un corazón del que solo quedan cenizas. Sus canciones, como esos guisantes que generaban gigantescas plantas que llegaban al cielo, no eran melodías pegadizas, sino ramas que solo se agitaban después de escucharlas una y otra vez. Stevens había inventado el disco inacabable: no importaba cuantas veces volvieras a él, siempre había algo nuevo, esperándote, algo que hasta ese momento había estado encerrado allí dentro. Uno podía vislumbrar en aquellas frases entrelazadas a alguien tan frágil como la porcelana y sin embargo dotado de una entereza que podía ser simple dignidad o —puede— algo mucho más complejo.
Dicen que Lester Bangs, el crítico musical más famoso de la historia, solía escribir sus impresiones de un disco después de haberlo escuchando cien o doscientas veces. Lo escuchaba sobrio o borracho, de noche o de día, de buen o de mal humor, conduciendo o esnifando una raya. Bangs quería comprobar qué efecto tenía la música en él. No solo en un determinado contexto o en un ánimo particular, porque la única manera de descubrir qué se escondía detrás de un disco era saber si era capaz de hablar contigo en cualquier ocasión, sin importar que estuvieras tirado en un sofá o con una resaca de mil demonios. Los discos que aguantaban aquel test de resistencia pasaban a la posteridad, otros eran arrojados por la ventana sin más ceremonias. Bangs no llegó a Stevens (o Stevens no llegó a Bangs) pero más allá de suponer que al primero le hubiera gustado el segundo, falta saber si Bangs hubiera soportado escuchar doscientas veces el último trabajo de Stevens, Carrie and Lowell.

Los que hayan tenido oportunidad de ver a Stevens en directo estos días en España se habrán sorprendido, quizás, del envoltorio electrónico de algunas de sus canciones, siendo un disco donde el piano y la voz toman el mando desde el inicio. La primera tentación invita a suponer que lo único que ha hecho el estadounidense es arropar sus temas con algo de hombreras ante el reto de enfrentarse a un público ávido por verle de nuevo. La segunda, quizás absurda, es la de imaginar que enfrentado a la desnudez de sus propias canciones noche tras noche, decidiera disfrazarlas. Un disfraz amable, blanquecino, que las hiciera menos agresivas: menos tristes.
El último disco de Stevens es un ajuste de cuentas con su propia nostalgia. Intentando despojar al fantasma de la sábana, el cantante se pone al día con el recuerdo de sus padres, aquellos que de pequeño le dejaban dibujar, escuchar música y llevar a todas partes sus lápices de colores. Como cualquiera que haya perdido algo que ha amado y después haya sentido que no ha amado lo suficiente, Stevens le pone voz a su morriña. Tras las letras de Carrie and Lowell, aparece un hombre a veces hundido en la agonía del que sabe que ya no hay nada que decir (porque no hay nadie a quién decírselo) y a veces empecinado en seguir hablando, a pesar de que sus palabras se pierdan en ese gigantesco agujero negro que dejan los que se van. Por fortuna, el lamento (a veces llanto) de Stevens no acaba en ese vertedero de emociones donde van todas las palabras que se lanzaron un día como invectivas al cielo. Al contrario, las preciosas letras de este genio forman ya parte de nuestro bagaje, de la mochila que arrastramos con las historias de los nuestros y de aquellos que se han colado allí.
De alguna manera, agradezcamos a los padres de este hombre de timbre suave y gestos pausados, que de pequeño no frustraran su imaginación obligándole a compartir espacio con otros mortales haciendo lo mismo que ellos, condenado a militar en el ruido desde niño. Así, cuando un día al acabar el concierto, Sufjan Stevens coja la nave para volver a su planeta, nadie le dará más importancia. Al fin y al cabo, hay cosas que —por mucho que se empeñen— no son de este mundo. ( Toni García Ramón )

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